Cuando el profesor Wilson nos dijo que el juego tenía una razón de ser cuando se implementaba en el aula creí que tendriamos que hacer un el análisis sociocultural de las rondas infantiles (aunque sería interesante), pero nos dijo que debíamos hacer un avión. Y que volara.
Mis fallidos intentos de pilotaje estuvieron limitados a los pliegues de una hoja de papel y al final me fue bien volando con las letras impresas pero eso de hacer un aeromodelo...
Tomé mis respectivos materiales bajo la presión del tiempo y me dispuse a construir un elemento que, además de simular los avances de la ingeniería aeronáutica, representara el deber cumplido. Pero fíjese que yo siempre me encarreto con eso de las manualidades y aunque a estas alturas del partido no sé que tan funcional sea el vuelo de mi improvisado artefacto, me gusta la idea de capturar el momento en el que sus alas estáticas desgarren los cotidianos vientos bumangueses en busca de un aterrizaje no forzoso. Me acuerdo que cuando pequeño obtábamos con mis amigos por subir insectos a la cabina de mando pero terminaban lanzándose al vacío, sin paracaídas, sin vidas felinas y sobrevivían. Claro que no faltaba el despistado que los pisara. Aplastaditos bajo la bota, a lo mejor sí volaran.
De quedarme bonito el modelo, pudo haberme quedado mejor. Pero no me preocupa, porque ahora estoy atento a mis dedos sobre el teclado, bajo la influencia de la magnífica instrumentación musical de Steve Jablonsky, espero el momento en el que el profesor Wilson sea implacable con la nota, así como lo es con su índice derecho cada vez que dispara el obturador.
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