febrero 17, 2009

La vieja Teresa

La vieja Teresa se levantó esa mañana, se terció su mochila, tomó su cajita de chicles y se dirigió al semáforo de la carrera 15 con calle 36 a trabajar. Antes, cuando tenía la chaza, era más fácil, porque los clientes siempre iban a donde ella estaba y además tenía mayor variedad de productos para ofrecer: cigarrillos, dulces, mentas, chicles, y otros pasabocas. Sin embargo, el paso del tiempo se ha fortalecido en sus arrugas y en sus ojos ausentes: como dos canoas que se pierden en la inmensidad del mar. Los semáforos de ahora son diferentes, además de las tres luces, también hay malabaristas, escupe fuego, desplazados, ciudadanos que también se la rebuscan. Y los conductores manejan carros lujosos de vidrios polarizados para evitar el contacto con la muchedumbre.

A ella no le importa pagar los servicios, no. Todavía vive en la vieja casa de tapia y bareque donde sus sueños se le esfumaron... porque ella perdió su esposo mientras él defendía algo que los libros de historia llaman 'patria' y su único hijo, el Albertito, la abandonó cuando se casó por puro interés económico. A ella lo único que le importa es atinar a los tres golpes diarios: desayuno, almuerzo y comida. Y esa mañana, que los relojes convirtieron en mediodía, la vieja Teresa vió como la luz de turno se enrojecía. Un auto plateado con vidrios nocturnos se detenía. Con paso decidido se acercó y tocando con delicadeza la ventanilla esperó que el vidrio bajase para ofrecer sus chicles al apuesto conductor. A medida que el vidrio bajaba ella reconoció la cicatriz en la ceja izquierda: la misma que le mostró el Albertito cuando estaba en la escuela; todavía no era cicatriz, era una herida que uno de sus amiguitos le provocó con un lanzamiento de tres puntos y la piedra dejó el rastro. Albertito había llegado esa tarde a la casa con sus pantaloncitos cortos, su camisita a cuadros y sus botitas desamarradas. Con la furia en la sangre, le prometió a su mamita que se vengaría. 'Tontuelo', le dijo ella.

La ventanilla seguía bajando. El apuesto conductor tenía un mentón firme; un mentón como el de su padre; un padre que le arrebataron las balas.
La vieja Teresa contemplaba con nostalgia al conductor y cuando él levantó la mirada al instante reconoció esos ojos ausentes: como dos canoas que se pierden en la mar. Dos canoas que le humedecieron los suyos, pues las arrugas cuarteaban el rostro jovial, las canas eran arte de las pinceladas de los años y ella, con la emoción a flor de piel, le ofreció los chicles.
Él, después de escuchar las estruendosas bocinas de los automóviles que esperaban continuar su camino, después de ver la luz verde y después de ver su fino reloj, pisó el acelerador y se perdió en la polución citadina.

En la noche, de regreso a casa, la vieja Teresa había terminado el día con el dinero necesario para un café y un pan. La esperanza de despetar con vida el día siguiente se lo traería el descanso. Sin embargo, en la entrada de su casa estaba estacionado el lujoso auto plateado. Ella se detuvo. De una de las puertas se bajó con destreza un chiquillo, con pantaloncitos cortos, camisita a cuadros y botitas desamarradas, y con los brazos abiertos se refugió en los de la vieja Teresa.
Ella podía sentir el palpitar del corazón del niño, rápido y fuerte.
El niño podía sentir que el corazón de la vieja Teresa palpitaba cada vez más lento.

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