Cuentan los ancianos que hace algún tiempo, una mujer lloraba el luto de su esposo cuando había luna llena. Pero no lo lloraba en la tierra. Lo lloraba en la luna llena.
Dicen que se vestía con las ropas doradas de su difunto y cada lágrima derramada era, por obvias razones, una gota de dolor. A medida que lloraba y lloraba, La viuda dorada iba perdiendo sus fuerzas hasta convertirse, por obvias razones, en una viuda amarillamente tráslucida.
Pero las cosas tenían que cambiar.
Ella, como toda mujer, no quería seguir llorando por una pena de amor, así que decidió hacer una pintura de su difunto esposo. Entonces, en las noches de luna llena, la viuda contemplaba el rostro de su eterno amor, amor que ya se le estaba olvidando, amor que ya no le inspiraba nada.
Pero cierta noche, la viuda de la luna miró a sus pies y vió, en un planeta azul, que habían muchos hombres de todos los colores, olores y sabores. También vió que, por obvias razones, eran muy felices y eso era lo que a ella le faltaba: felicidad.
Como una buena mujer despechada, se fue de pachanga a todos los bares de la ciudad. A cuanto iba, bebía y ellos, comían. Los ropajes de la viuda se fueron tornando negros. Iba perdiendo su belleza, y cuando ella cayó en la cuenta se le olvidó quien era.
El lugar de la viuda no era la tierra sino la luna, y cuando regresó y contempló la pintura de su difunto esposo su interior empezó a regurgitar. Sentía una mezcla de sentimientos que se aglomeraban en su abdomen, con cerveza, whisky, enchilada... sentía que iba a explotar, sentía que todo eso debía salir y mirando fijamente la pintura, el odio y el amor se plasmaron sobre ella: vomitada en pasiones, odios y penas.
La pintura se fue escurriendo en el lienzo hasta desaparecer completamente. De nuevo la tristeza le embargó el corazón...
Por eso, en las noches de luna nueva, la luna no sale a pasearse en el firmamento porque su viuda está de parranda en la tierra, ahogando sus penas en el licor nocturno de los bares terrenales.
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